El día
anterior había sido el día del padre, y por primera vez, si el recuerdo no me
falla, no quiso venir a festejarlo en familia. Habíamos planeado una reunión en
casa de mi hermano. Tendríamos que buscarlo de mañana en la residencia y
llevarlo de vuelta al final de la tarde, pero dijo que no se sentía bien, y
estoy convencido que era lo anímico y no otra cosa lo que lo frenó. Al día
siguiente, un lunes feriado, fui a verlo y estuvimos los dos solos charlando un
rato. Estaba raramente ido, aunque me contestaba más o menos como siempre. Me
costó estar ese rato porque no sabía qué contarle, qué preguntarle, y porque su
sordera dificultaba las cosas; repetirle una pregunta sonsa por segunda vez y a
los gritos me dejaba sin aliento.
Nos dimos el
abrazo de siempre, lo besé y le acaricié la cara, y salí a la vereda envuelto
en una tristeza que a los pocos metros, ya sobre la vereda, se convirtió en
lágrimas. Supongo que lo adiviné, aunque todas las veces que yo viajaba y me
tenía que despedir, me pasaba lo mismo: preguntarme ¿lo veré otra vez? Un padre
de 94 años es siempre un padre por última vez. Parece estúpida esa afirmación,
siendo que cualquier acto de una persona, más allá de su edad, puede ser el último.
Pero cualquier alma sensata sabe que los bordes, a una edad como la que tenía,
son bordes que se tocan entre uno y otro lado.
A poco más de
un día de esa despedida, ya se había ido de este mundo, del mundo nuestro.
Estoy en estos
días leyendo un libro de Joan Didion que se llama “El año del pensamiento
mágico”. En él relata la muerte de su marido, una muerte repentina e
inesperada. Lo más inquietante es leer cómo el alma de ella, su espíritu, su
psiquis o todo eso junto negó toda posibilidad de darle entidad a algo definitivo
como esa muerte. De hecho, en un estado casi maníaco, guardaba ropa o zapatos
de su esposo “por si volvía”.
Algo parecido
me ocurre, aunque no al punto extremo de esperar un regreso. Sí, en todo caso,
la de no terminar de convencerme de que alguien tan vivo, tan presente, tan
vital y tan tierno hasta hace poco hoy sea cenizas. Cada vez que pienso en eso
me asalta la idea de que debe haber un error, que él está en alguna parte igualito
a como era; algo así como un deseo de que apenas este viaje termine para mí, lo
encuentre así de idéntico que como lo dejé ese lunes.
Supongo que en
eso consiste ser huérfano, la de transitar por primera vez este sendero de la
ausencia completa y definitiva de los padres. La de ser padre ahora sin ser
hijo, aunque no estoy seguro -como bien escribió Mauricio Koch en un artículo
que recomiendo (https://www.sophiaonline.com.ar/palabras-de-un-padre-que-sera-siempre-hijo)- de que alguna vez se pueda dejar de ser hijo.
Hace pocos
días una amiga me relató la etapa de internación de su madre, con la cual tuvo
siempre una relación poco menos que beligerante. En el momento de atenderla, de
ayudarla, de estar a su lado, todo el rencor, la tirantez de la distancia y la
incomprensión hacia su madre se esfumaron a la nada. Su madre ahora era esta
mujer que necesitaba de una hija incondicional y libre; libre para dar lo mejor
que tenemos hacia ellos, los que nos dieron la vida que respiramos.
También en ese
relato tuve un viso de identificación.
No voy a
afirmar hipócritamente que la relación con mi padre estuvo exenta de conflictos
y desavenencias, y que lo acusé muchas veces de silencios imperdonables hacia
sus hijos y su esposa, o sea hacia mi madre. Pero en ese último tramo en el que
me tocó cuidarlo junto a mi hermana; ayudarlo a bañarse, a afeitarlo, a
cambiarle pañales, a acompañarlo al baño, tuve una parecida experiencia a la de
mi amiga. Al verlo tan vulnerable y tan entregado a ese hombre que demostró
-muchas veces de forma impostada- que era invencible y eterno, me asaltó tal
grado de ternura, de indulgencia y de amor por su cuerpo anciano y su mirada
compasiva, que no creo haber experimentado en mi vida tal despojo y tal
felicidad. Yo era feliz porque sabía que él estaba mejor con mis atenciones,
con mi presencia, con una seguridad suya hacia mi fortaleza que ni yo mismo
creí jamás poder tener.
Hoy se cumple
un año de su ausencia, y sigo sin entender bien qué significa eso, más allá de
lo fáctico: no puedo llamarlo, no puedo ir a verlo, escuchar su voz, sus bromas
repetidas, su repertorio de afirmaciones vagas o su lucidez extraordinaria en
el momento menos pensado. Pero eso no me alcanza. Todo lo que acabo de
enumerar, más otras cosas insondables, siguen para mí estando tan vivas y
presentes, que siento que algo no terminó de concretarse y podría ser un error.
Creo que ahora sé lo que es. Y creo que será así, tal vez para siempre.
H.
19 de junio de 2025

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