A una cuadra y media de mi casa, apenas doblando la primera
esquina, hay una plaza. Es pequeña y poco agraciada: carece de juegos para
chicos y tiene los bordes algo empinados (no hay vereda). Cuando llueve, el
barro señorea todo el predio porque los árboles casi no permiten la entrada del
sol. En estos días, cuando se acerca el verano, los que más le regalan sombra
son la de los llamados siempreverdes o ligustros. A mí, como a casi todo el mundo, los
olores me hacen viajar a través de la memoria. No hay mejor método que un viejo
aroma para abrir al arcón de los recuerdos.
En Posadas existen tantas variedades de olores —se debe,
obviamente, a una naturaleza pródiga en plantas y arboledas— que no podría
determinar qué cosas combinadas perfuman el aire, pero sí puedo afirmar que a
partir de esos aromas sé que estoy en Misiones. Y en el caso del olor de los siempreverdes,
son los veranos en Haedo y en la casa de mis abuelos.
Me basta dar una pasada por esa plaza, camino a la verdulería
o a la farmacia, para que me envuelva esa fragancia y desfilen por mi cabeza algunas
imágenes de aquel tiempo.
Mis abuelos van y vienen haciendo compras para la Navidad y
el Año Nuevo. Mis primos, mis hermanos y yo planeamos cada centímetro de las
flamantes vacaciones; todas aventuras que durarían años si no fuera porque a finales
de febrero nos toca volver y el verano se empieza a extinguir como el color
cobre de nuestra piel de sol y pileta.
El aroma de esas florcitas son la frescura de las noches
afuera, andando en bici desde la siesta hasta la tarde, o escuchando desde la
vereda el combinado Ken Brown de mi abuela, al que literalmente “tomábamos” (en
la mitad de un disco de Libertad Lamarque o de Nelly Omar, se lo reemplazábamos
por uno de Los Beatles o Sui Géneris o Simon & Garfunkel).
Muy temprano, camino a Luján, es la voz de Ariel Delgado de
Radio Colonia. Y durante la mañana, ya de regreso, el “Rapidísimo” de Larrea de
fondo mientras nos quitamos el sueño con mate bajo la hiedra del patio. Mis
viejos suelen llegar de Posadas hacia fin de diciembre, cuando el olor a
pólvora de la pirotecnia ya se mezcla con los siempreverdes.
Ahora, mientras la caminata me lleva a la avenida, atravieso
la plaza y por el aire flota la voz grave de mi tío. Pasa un rato antes de irse
al Hospital y le comenta las novedades a mi abuela. Los muertos, los operados,
las bromas pesadas de los amigos en la guardia, los planes sobre qué comer la noche del 24 en
su casa. A veces mi tía también pasa y habla conmigo un rato. Soy su ahijado y
ella es mi pediatra. Si ella está cerca, tengo la impresión de que nada malo
puede pasarme. Porque estoy entrando a la pubertad y me atacan sin descanso los
forúnculos y los orzuelos. Me aconseja que me lave las manos siempre y que no
me toque en los lugares por donde entran las bacterias. A veces le hago caso.
Yendo y viniendo anda mi primo Pinocho (en realidad es primo hermano de mi papá, pero es largo para aclarar), que se ha puesto una fábrica de camisas en lo que antes era un depósito. Le gusta hacerme enojar, tiene un humor cáustico que con el tiempo entendí que era su propio sufrimiento disfrazado.
Cerca del mediodía, mi abuelo nos pide que lo acompañemos a
comprar fruta. En mi vida hemos visto a un ser humano comer tanta fruta como él.
Parece un mono. Después de la comida, despliega todo lo comprado y la mesa parece
una frutería multicolor.
De noche aparecen Patricia, Marina, a veces Sandra o Graciela,
todas vecinas y amigas que hemos hecho en el barrio. Son la una de la mañana y
seguimos afuera, charlando de vaya a saber qué cosas. Ahora pienso que eso era
peligroso; estar en la vereda como si nada a esa hora, pero a veces en la
infancia o adolescencia pareciera que tenemos un dios aparte. Ya sé. Lo escribo
y siento que eso es absurdo, sólo que a mí me suena lógico pensarlo ahora porque
a la distancia nos veo inmortales, con una vitalidad indestructible y un halo
de realidad que admite únicamente nuestros planes de diversión.
Este olor que ahora se disipa me dice que ese tramo del viaje
valió tanto que no hay modo de sufrir melancolía. Sé que no siempre es así; a
veces, los recuerdos duelen y hasta mortifican. Pero ahora, aquí, en el aire de
este aroma, están todos los que nombré, y otros tíos y primos y amigos se van
sumando.
Me detengo en la plaza. Doy una vuelta porque sí, aspiro más el aire. Y entonces abrazo a todos y les prometo no olvidar. Porque el que olvida,
dice Dolina por ahí, “…jamás, jamás podrá ser nuestro amigo”.

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