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¿Estás ahí?

 

No era sábado ni domingo. Era jueves. Me acuerdo perfectamente. Vos, que decís que tengo mala memoria, esto te demuestra que no. Escuchá, escuchá bien.

Yo ya estaba acostado, un rato más tarde de esa serie que terminaba temprano, justo después de la cena. Serían las once y algo de la noche, pleno invierno. Hacía bastante frío, por lo que me costó un rato largo entrar en calor. Empecé a sentir ese regocijo blando del cuerpo cuando se acomoda a la temperatura y a la posición adecuada, y la cabeza comienza a divagar en todas direcciones. Entonces entró el mensaje.

No era un hecho raro que nos mandáramos algunos piropos o enlaces de canciones. O comentarios generales, recuerdos tontos, esas cosas. Pero esto era insólito: “Podés venir, si querés. Mi marido no está...”. Lo leí tres veces, como buscando algún error, o del texto o de mi lectura. Mi respuesta fue una broma, como para desestimar lo que había visto, quitarle entidad, pero insistió:

—En serio, ¿no te animás..?

—Son casi doscientos kilómetros— contesté, todavía bastante descreído y como si fuera la distancia realmente el asunto.

—Y bueno. Un par de horas. A la una y media estarías acá. No es tan tarde…

—¿Y tus hijos?—pregunté, todavía azorado pero con un tibio cosquilleo que empezó a manifestarse sin lugar preciso.

—Ellos duermen…

¿Te das cuenta? Pero esperá, no digas nada todavía.

Todas las cosas a sopesar para semejante situación empezaron a desfilar por mi cerebro a alta velocidad. Tantos eran los factores a estudiar que me daba la sensación de que ya habían transcurrido esas dos horas preciosas para aprovechar; que las había gastado dudando una y otra vez. Pero no, pasaron apenas diez minutos y no había entrado otro mensaje. Ese silencio corroboraba el convite, y ella me entregaba en las manos una decisión que era, francamente, una locura casi morbosa.

Sí, sí. Entiendo. Contemos esto bien.

 

Cuando nos conocimos, más de veinte años atrás de esa noche, ella llevaba atada hacía tiempo esa relación como una fatalidad bien de pueblo. Esas cosas como ajuares de futura novia, salidas de vacaciones con suegros, cumpleaños compartidos, todo el ritual cortesano y careta de las maneras estables y bien maquilladas de la vidriera social. Yo me había colado por la ventana, digámoslo así, y fue una revelación para ambos que nos superó desde el primer día. Dos adolescentes en problemas; es decir, enamorados hasta el cuello por nada y de la nada, supongo. Intentamos de todo, con casi todo en contra, hasta que ella optó por lo sensato: volver a su normalidad.

Después de aquel tiempo y transcurridos varios lustros, cuando yo había entendido qué pretendía al escribirme una y otra vez citando recuerdos por carta o mails, me encogí de hombros y simplemente traté de seguirle la corriente. ¿Qué podía perder? Yo era ya un divorciado sin pretensiones a la vista. Podía disfrutar del juego; era casi divertido. Pero sucedió aquello imprevisto —lo del año pasado—, aunque lo imprevisto pasó a significar simplemente un deseo que venía a corroborar la necesidad: la de encontrarnos otra vez, de cualquier modo, con cualquier excusa.

Aquello fue un desastre, y por eso no vale la pena rememorarlo. Te digo únicamente que fueron aquellas palabras melancólicas —que cualquiera que tenga un poco de sangre sentimental puede dimensionar—, las que puedo rescatar, cuando la cosa parecía posible: “No puedo dejarte ir otra vez porque me voy a arrepentir. Llevo casi veinte años arrepentida. Hagamos algo con esto, por favor…”.

Así y todo, y pese a cierto afán de un inicio algo clandestino, no hubo forma de zanjar esos casi doscientos kilómetros y los años vencidos. No éramos de aventuras valientes. Nunca lo habíamos sido, y estábamos más tristes y desconsolados que antes de separarnos. Ella, vale la pena señalarlo, seguía casada. Sí, casada, oíste bien.  

Ahora, en este presente inhóspito, nuestra amistad de bisutería es esto y nada más que esto: mensajes, piropos, música, algunas cargadas sin pimienta, sosas. Puro entretenimiento para una mujer aburrida de un lado y un hombre solo del otro, acostado a la hora adecuada en invierno. Pero llegó el mensaje, y ese mensaje movió las cosas de lugar.

Era algo extraño de su parte, algo que no entraba en la psiquis de la que yo conocía; arriesgaba demasiado en su propio espacio, en el territorio caliente de sus dominios. Sé que si en ese momento me animaba a formularle todas las preguntas y los reclamos pendientes que me pasaban por la cabeza, el juego ya no tenía sentido. Esa mujer, por única vez, había dado un salto inesperado, y yo con mis reparos la estaría arrojando nuevamente a su gastada cordura, aquella cordura que nos había alejado todas las veces a esa cómoda prudencia pueblerina (“tenés bastante confuso el concepto de pueblerino en algunos aspectos. Allá las cosas pasan igual, pero de otra manera…”).

Cabría decir también, siendo sensatos, que mis constantes fracasos (con ella u otras más o menos parecidas), me habían convertido en este ser algo escéptico y bastante cómodo. Ya no arriesgaba ni un céntimo y miraba series para sosegarme, para no darme la cara contra ningún cristal que amenazara mi denodado y costoso equilibrio.

En la oscuridad de la habitación, apenas velada por el foco de la vecina que filtraba una luz tenue a través del vidrio, mi ropa parecía flotar sobre la silla, y hasta le hablé a mis pantalones pidiéndole opinión y permiso. No te rías.  Le reclamaba una licencia para tomarlos sin esa incomodidad acuciante de sentir el vaivén de las incertezas. Tenía que resolver todo lo más rápido posible antes de considerar, otra vez,  las complicaciones (¿quería arrojarme a esta aventura para demostrarme qué cosa?), tomar algo caliente antes, no olvidar los papeles del seguro, dejarle comida a la gata.

La cabina del auto estaba congelada. Me calcé los guantes y con una frazada me envolví las piernas hasta que la calefacción pudiera hacer lo suyo. Tenía el corazón acelerado pero extrañamente hacía cada movimiento con una calma y exactitud poco frecuentes en mí, como si se hubiera producido algún cambio imperceptible en mi cuerpo que todo lo ordenaba y ralentizaba para que no cometiera torpezas.

Apenas tomé la ruta, mi cabeza empezó a hablar una especie de susurro monocorde con el fondo imperceptible de la radio.  Lo primero que trajo fue aquella larga conversación con una amiga a la que le di detalles de toda la historia y que me fue incomodando con sus devoluciones. “¿Me estás diciendo que no se encamaron nunca en todo ese tiempo? Perdoname, pero… ¿no será que por eso te dejó? Te lo digo con… cariño, pero no parece posible. Eran un par de boludos monumentales”. 

También me llegó de pronto aquello sugerido en el primer párrafo de un relato, recitado casi en voz alta y de memoria a medida que avanzaba la madrugada a través del asfalto. ¿Lo ubicás? Creo que te lo mostré una vez.

“No me dijiste nada. Al menos, nada como para retroceder y asumir que estaba maltratándote. Escuchar las palabras que se necesitan para bajarse del pedestal de la vanidad estúpida del seductor y retroceder. No. Respirabas con calma sobre mi regazo. Dejé abierta la puerta por las dudas porque quizás intempestivamente podrías huir con todo derecho mientras me insultabas, y no en cambio hacer eso que estás haciendo ahora con las manos, buscándome la cara para lentamente incorporarte y llegar minuciosamente hasta mi boca y después acercar la tuya; inocularme ese veneno de saliva gustosa que me puede. Pero ya sé. Adivino tu decisión de aniquilarme de este modo. Destrozarme suavemente con tu lengua y con la piel de tus hombros en los labios las pobres defensas que me quedan hasta que todo se precipite para el acto; el acto de apretarme el cuello aprovechando este momento donde ya no puedo defenderme porque, además, estoy sin la camisa. Preferiría que me la devuelvas porque si voy a morir prefiero no mostrar este cuerpo así y la marca de tus uñas y porque la gente dirá…”.

Muy Cortázar, como te habrás dado cuenta. En esa época estaba intoxicado de sus palabras y sus descripciones. Había hecho mi propia versión de El río, una situación casi calcada. Pero bueno, sigo.

Quizás y en definitiva, esta incomodidad también podía ser una razón valedera para abandonar la cama caliente y poner a andar mis huesos en una noche helada para llegar por fin a ese lugar. Lugar que siempre odié, dicho sea de paso. Pueblo de cuarta, con sus costumbres pulcras y sus luces de neón para garcas de medio pelo. Y lo peor, lo más terrible y verdadero: comprobar que ella formaba parte, era eso con toda convicción y protagonismo. Aunque lo negara un poco, aunque esquivara el tema. Yo sabía que jamás saldría de esa cueva calentita, de esa telaraña mullida en la que se hamacaba desde siempre. Con padres, con hijos, con maridito, con todo calculado para permanecer. No importaba esta noche u otra más, de vez en cuando. Una colección de arbitrariedades y fracasos no lograrían modificarle su destino de mujer condescendiente.



Pero al mismo tiempo, al tiempo que el motor y las luces licuaban la distancia y el aire, yo podía intuir que quizás fuera mejor así. Que simplemente había que tomar lo ofrecido y escapar con vida esta vez. Escapar de sus trampas románticas de novela, su adolescencia perenne. Sí, ya sé: la nuestra. Tenés razón esta vez, te concedo esta. Aun cuando fuera una cama la que esperaba (¿Era posible una cama esperando en esa casa desconocida, con hijos durmiendo en otra habitación? ¿Era posible un marido de viaje? ¿A dónde? ¿Me lo dijo? No lo recuerdo. Tal vez me llamaba simplemente para tomar algo y charlar…). No me digas nada ahora, por favor. Te adivino las palabras. Dejame seguir.

Para mí empezaba a quedar claro que ese relato que recité se colaba entre nosotros (“no sabés la cantidad de veces que lo leí…) y que había que consumarlo allí, en ese lugar, en ese templo cargado de significados para los dos, ese lecho peligroso y por ende más atractivo (“estacioná en la cuadra anterior, por las dudas, pero no pasa nada. Es un barrio tranquilo. Hace frío, es tarde… quién va a mirar… jaja). Lo demás vendría luego; el coletazo de la culpa, la insensatez que preanunciaba mi cabeza, la convicción de que nunca más me ataría a espejismos sobre algo que perdía consistencia y ganaba dudas a cada metro de ruta. Y también y por supuesto, en paralelo, una excitación llena de interrogantes, una desnudez que no alcanzaba a imaginar y mucho menos un goce, un encuentro placentero, algo que se pareciera un poco a los mensajes, a las fotos, a las músicas y a dos o tres caminatas de costanera una parva de años atrás, vibrando de besos y caricias y manoseos entre carcajadas.

Fue así que todo cobró sentido (si podemos llamarle sentido a esto); todo encajó espontáneamente. Esos pocos kilómetros sobrantes hicieron lo adecuado, lo que debió ser desde antes y faltaba solo un invierno como éste. “Otra vez, no”, me repetí casi gritando en el aire tibio de la cabina.

Me aferré con fuerza al volante y aceleré un poco cuando distinguí las luces de la circunvalación, a lo lejos. Entró un mensaje nuevo pero no lo vi (ahora me pregunto por qué no lo miré. Supongo que porque iba manejando). No importa ya.  Lo que importa es lo que va a suceder —creo yo, por eso te lo estoy contando—, si todo sale como lo acabo de entender, como vagamente lo quiero imaginar.  A ver, ayudame. ¿Estás ahí? Ayudame, por favor.   

    

 

 

    

 

 

 

   

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