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Guerrero de Don Juan

 

De vez en cuando el Ruso viene. Tiene todavía los pelos apelmazados y lisos, además de esos gestos de picardía y concentración que le conocimos.

Me trae la noticia de su último experimento en materia de audio, y yo lo miro con desesperación porque no hacía ni tres días que había terminado el anterior —que tampoco alcancé a ver— y que ya desarmó para hacer éste que supera en potencia al otro, amén de la resolución de problemas de impedancia y del uso de unos capacitores nuevos que mejoran el rendimiento general.

Lo veo trabajando con vehemencia en el galpón de vialidad donde hicimos la carroza. Protestando contra los que rompían las hojas de sierra “porque no saben cortar”, mientras él rebanaba los fierros sin dudar y sin perder una sola hoja.

Estamos después en su casa y escuchamos a los Bee Gees o Supertramp o Porsuigieco. Nunca se queda quieto porque su equipo tiene siempre algo que él quiere mover, regular. Después prueba la intensidad de salida y la nobleza de los parlantes subiendo el volumen a más de la mitad, mostrando ojitos de nene travieso, mientras nosotros tenemos las venas de la cabeza a punto de reventar con semejante nube sonora.

Lo puedo ver todavía en el taller de la escuela con la camisa Grafa gastada y engrasada, y mover las palancas del torno con exactitud de relojero para hacer sus potenciómetros de aluminio. Visto así, era de un talento y una voluntad inalcanzables. Parecía invencible.

Le faltaba el padre hacía ya muchos años, aun cuando era demasiado joven para no tener padre, y su hermana estudiaba en otra ciudad. Por eso en su casa se respiraba siempre un aire de ausencia sólo cortada por la sombra de la madre que solía asomarse desde la cocina o del negocio de paraguas al frente.

No sé qué ocurrió después. Algo que debió dejarnos en dos veredas enfrentadas; esos desvíos que uno nunca se explica.



         Una tarde, le llevé mi equipo porque algo no funcionaba, y lo encontré borracho o fumado o ambas cosas. Las lecturas de Castaneda, a las que había entrado como antes al mundo de la electrónica, lo habían trasformado completamente y vivía colgado de las nubes entre la marihuana, los cucumelos y el alcohol barato. Sus amigos de entonces decían que él no era un caso de psiquiatra sino de brujo, y quizás hayan tenido razón; la inteligencia del Ruso y su dimensión espiritual se resistían a cualquier tratamiento porque los desbarataba con sus conocimientos y su manejo de las energías esotéricas.

Yo en ese entonces lo miraba de lejos y con estupor como a un hechicero sospechoso y maldito, y la madre y la hermana lo vivían internando en psiquiátricos para ver si lo regresaban a la época de los capacitores y las carrozas. Estaba muy flaco, siempre sucio y ojeroso, e invariablemente con olor a vino o a cerveza.

 Con los años lo fui entendiendo, explicándome algunas cosas, y a veces hasta lo recibo en mi departamento y nos reímos como allá lejos.

Estamos todos otra vez en el quincho de mi casa, tal vez estudiando mecánica: Marisa, Víctor, Ricardo y yo, y nos secamos las lágrimas con sus ocurrencias, siempre teñidas de ese monumental sarcasmo para cualquier cosa que le era completamente natural. Nos reímos todos como sólo se ríe en la adolescencia, con desparpajo y rebeldía, pensando sin pensar que el mundo mal hecho es el de los adultos, y que la muerte es la muerte de los otros.

Quizás lo escucho golpear la puerta ahora mismo y saludarme y le pido perdón con una sonrisa tirante, contándole después en pocas palabras que lo mío era miedo, mucho miedo, y que le escribí un poema hace unos años donde confesaba –como se suele confesar en los poemas– que él fue el único que se arrojó a la vida como un “Guerrero de Don Juan”.

Le digo mal, como a mí me sale, que era una parte de mi espejo, y él me dice algo como de admiración y sana envidia por la música y la poesía, mientras nos mira con ternura sonriente a Marisa y a mí abrazados en una mesa del Bar Español.

Lo dejo venir y contarme algo con alguna ironía suya, y así la puerta se abre y se vuelve a ir despacio entre sonidos de rock y disco y el tono grave de su voz leyendo un pasaje de “Viaje a Ixtlán”, como lo escuché alguna vez.  Tiene la camisa Grafa engrasada y afuera del pantalón y enfila despacio por la avenida hacia el Anfiteatro Griego.

En eso, algo lo detiene. Se da vuelta, me mira torcido y lanza con torpeza:

—¿Sabías que Marisa murió?

 

  

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