Yo la veía así por esa negación a acercarme, por ese miedo de
siempre. Era la imposibilidad de romper esa distancia la que la mantenía en ese
lugar impune y trasparente. Marina me había sugerido eso, y de paso me contaba
algunas otras cosas de ella para animarme, pero sonaba irreal. Porque todo lo
que decía cuando la describía era como si una foto se largara a hablar. Esa
foto que yo tenía adentro de la carpeta y que sacaba mil veces por mañana,
entre fórmula y fórmula, entre logaritmos y cálculos.
Después llegaba el tiempo largo que significaba tres meses de
vacaciones en Buenos Aires. Yo la llevaba por ahí, camino a Luján a las cuatro
de la mañana, mientras puntual Ariel Delgado de radio Colonia contaba las
noticias porteñas de asesinatos y emboscadas. Era la voz de una conciencia
oscura, una presencia invisible que yo imaginaba bajo una tenue luz de lámpara
que hablaba como una aparición frente al micrófono.
Los años duros.
Mi tío había operado a varios guerrilleros en el hospital.
Pudo salvar a algunos, pero otros habían llegado a la guardia con la pastilla
de cianuro incorporada, lo que no dejaba “nada que hacer”, según él.
Mi abuela hablaba de todo eso con supuesta autoridad, con voz
altisonante, como era su estilo, y me acuerdo cuando contó que habían matado a
“la Arrostito” –como ella la nombró, con desprecio– y a mí me dio asco y miedo
al mismo tiempo.
Todos esos relatos me tenían noches enteras con los ojos
expectantes pegados a la almohada y los oídos nerviosos, escuchando la
oscuridad. Era una penumbra salpicada de sangre, ráfagas de ametralladora y
tipos enloquecidos tratando de entrar por mi ventana o esperándome escondidos
en el baño.
Entonces pensaba en ella. Allá lejos, otra vez sin verla,
siempre en la distancia.
La mañana era larga y apurada. Hurlingham, El Palomar,
Caseros, San Justo, Morón, Ciudadela. En todos lados el mismo cuadro del tipo
con delantal blanco amasando las pizzas, amontonando esos discos blancos dentro
de las latas apiladas hasta el techo. Sudaban y se limpiaban la frente con la
misma mano que se rascaban el culo y volvían a la masa. Por eso mi abuelo, que
les vendía la muzzarella, no comía pizza de pizzerías.
Nos tomábamos con mi hermano un licuado de banana a media
mañana, cuando parábamos un largo rato sobre la avenida, en el centro de Ramos
Mejía. Era una aventura circular y hasta monótona, pero yo no quería quedarme
pensando en ella allá en la casa y entonces prefería pasearla por medio Buenos
Aires.
De todos modos, habría que reconocer que tampoco estando más
cerca la cosa era distinta, ni siquiera en los forzados bailes a los que fui
para mirar entre luces dispersas de esas gelatinas. Allí todos mis compañeros
hacían lo que yo ni siquiera podía imaginar con algo de picardía. Eso de
seducir estableciendo un juego; miradas, risitas, complicidad con aquello que
no se debe decir pero está implícito. A mí todas esas cosas me parecían una
película, pero una película contada por alguien que a su vez era yo, aunque
otro yo; un yo diferido, aplazado por otra distancia que me hablaba de crecer,
de conquistar, de pelear por lo deseado. Ese yo proyectaba la película de
tenerla una y otra entre los brazos, y esa imagen deliciosa crecía y crecía
tapado entre sábanas y con los ojos cerrados para ver si podía hacerla real.
Después venían largos poemas de desaliento, de cuadros patéticos de melancolía
que servían de material inflamable para hacer la propia película. Entonces
tenía a mi disposición una cámara precisa con un guion implacable donde por fin
podía dirigir a mi antojo a esa manga de imbéciles. Podía ordenarles a todos —a
esos que acababa de dejar bailando estupideces— que nos dejaran solos, o mejor:
podía mostrarles delante de sus propias narices grasientas —por aquello de La
grasa de las capitales— mi triunfo esperado: conquistaba por fin y para
siempre, sin pompas pero con orgullo juvenil, a la “paraguaya” de ojos claros.
Su foto la tenía. Le había escrito cientos de versos (había
tenido incluso la osadía de hacerle llegar algunos). La miraba ya sin pudor en
todos los recreos y formaciones. La había hecho tan a la medida de mi perfecta
seducción que sólo tenía que dejarse llevar, como si ella de pronto se sacara
de encima la rebarba de mi perfecta escultura y comenzara a caminar. Tenía que
abrir por fin esa maldita y obcecada puerta y dejarme pasar, mirarme a los ojos
una vez (aunque más no fuese), y entonces y en última instancia rechazarme,
como lo hacían las mujeres normales (aunque pensar en su abrupto rechazo
detenía la filmación abruptamente).
Después de todo era bien poco lo que le estaba pidiendo, todo
lo había hecho yo. Por ejemplo y para empezar, la incomodidad de enamorarme. Yo
se lo decía a Marina porque sabía que se lo iba a contar, y Marina volvía con
un mensaje escueto pero claro: “Dice que te tomás las cosas muy a pecho”. ¿Que
qué? No te puedo creer. Yo no comprendía ni por las tapas lo que significaba no
tomarse las cosas a pecho, porque la verdadera adolescencia (la mía, es decir
la única) estaba hecha de todo el pecho de la galaxia. Y consistía en un desangrarse
permanente para quedar sin pecho ni carne ni vida respirable en los pulmones.
¿Qué importaba el pecho de un alma errante como la mía que esperaba la
respuesta a una pregunta nunca hecha aunque mil veces sugerida?
Ella era una mujer que no tenía novio. Era linda. No: hermosa
(aquí cabe aclarar que mis compañeros decían que exageraba, y yo los mandaba al
carajo). No había ya motivos para que no me acompañara a Buenos Aires a que le
mostrara todo lo que hacía con mi abuelo, para que mirara con mis ojos. O para
ir a la tarde a ayudarme con la carroza porque ya estábamos en septiembre y
veníamos atrasados (aquí mismo suena “La canción lógica”, y vos sonreís frente
a la cámara). No había pretexto para que se negara a mirar y compadecerse de lo
estropajo que estaba quedando con semejante calvario.
Por ejemplo y si vamos al caso, ¿no notabas la humillación de
quedarme parado toda la noche sin saber si habías ido? Porque en realidad no se
ve nada en estos putos bailes de esas gelatinas de colores que detesto. Marina
me dijo que sí, que estuviste bailando.
Al final, harto de esas y otras vueltas, decidí no buscarla ni
llevarla más a ningún lado, qué joder, terminar esta película nunca estrenada.
Me iría a Buenos Aires otra vez, pero ya sin esperanza. O al Chaco, o a Córdoba
a ver rock en La Falda. A cualquier parte y sobre todo, sin ella. A hacer eso
que me recomendaron: no darle más bola, que ahí es cuando dicen que la cosa
funciona.
Dicen.
Acabo de mandar
un mensaje. Yo sé que es el número.
No contestó todavía y tengo la sensación de que me encuentro
ante la obcecada puerta de siempre. La puerta al otro lado que me sirve para
escribir otra vez la película nueva. Prender la cámara, tomar el guion y
arrojar afuera a otros nuevos imbéciles si fuera necesario.
Marina ya no está. Liliana es aquella de la que hablaba.
Liliana, la paraguaya aquella hermosa de ojos claros.
Ahora busco y
rebusco un modo de hacerme ver entre estas luces y a través de los mensajes. De
tomarme este nuevo nombre todo lo a pecho que quizás sueñan las mujeres (¿o es
que las mujeres no sueñan y alguien nos mintió?).
Estoy acá en casa, bajo la poca luz que vela mi escritorio.
Escribí un poema como siempre melancólico. Espío el celular en la penumbra, y
Liliana casi dormitando me dice desde allá en la habitación que apague esa luz,
que le molesta, que qué estoy haciendo tan tarde.
Le contesto con desgano. Le doy una excusa. Vuelvo sobre el
cuaderno mientras espero.
Tiene razón, es tarde, sí. Tal vez para todo.
Es que necesito escribir, esperar, tomarme las cosas a pecho
siempre que sea en esta penumbra. Mañana quizás no podré porque el día es largo
y termino exhausto, la mañana es apurada y ando por Buenos Aires yendo y
viniendo, llevándola a todas partes sin acercarme. Como en diferido, en la
distancia.

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