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La tía enferma


Porque yo era estudiante. Y porque el tren, los trenes, me habían salvado los bolsillos flacos de esos años. Eran sus últimos estertores; ya se veía venir. El asunto es que “El Gran Capitán” pasaba por Concordia a eso de las 3 de la mañana y yo esperaba allí con un boleto en la mano.

23 de diciembre.

El padre de mi amigo me bancaba en el andén, aunque varias veces le había insistido que se fuera a dormir. Yo sacaba cada tanto el boleto del bolsillo y lo miraba como si algo se me fuera a revelar de pronto en el papel.

Como a las 4 y media, cuando mi cansancio se hacía bostezos y las piernas me querían abandonar, escuchamos el rugido. Del fondo del ojo de la noche aparecía un tren, el tan ansiado y león de metal que me acercaría a los deseos de familia allá en Posadas, 600 kilómetros al norte. Pero lo que vimos acercarse no era precisamente el tren que conocíamos. Era, más bien, el cuadro andante y portentoso de la Argentina aquella; ésa que aparecía a cada espasmo de la pesadilla “neoliberal” en los amargos ‘90.

Era un tren desaforado y ardiente, tumefacto de cuerpos que surgían como brotes en mitades o completos, trepados a las ventanillas, tomados de algún perfil, alguna saliente, alguna manija improbable. Cientos, miles gritaban y reían y rugían su anticipada Navidad, la que esperaba al final de los andenes. Todos íbamos al encuentro del abrazo porque las fiestas son sagradas y los billetes, como siempre, escasos. Y así, carreteando como herido, el monstruo iba aminorando el pulso y parecía detenerse.

El padre de mi amigo entendió todo en ese instante y con el vagón en marcha me empujó. Mientras, desde arriba, desde esos estribos llenos de piernas y brazos entrecruzados, me subieron casi arrancándome en el aire a un espacio posible en el que mi cuerpo apenas si podía respirar.

Fueron nueve horas en un cuadrado ínfimo, sentado en el piso sobre mi mochila, a veces con la cara apoyada sobre las rodillas, otras estirando las piernas cuando alguien se movía y dejaba un intersticio que al segundo podía desparecer.

No recuerdo mucho más, sólo que me quedé dormido, afiebrado de calor y de cansancio, con una niebla de voces, canciones y risas de fondo. 


 

Sólo mucho después, algo fotofóbico, entreví la estación de Garupá, un poco antes de Posadas, y la sensación apresurada de no saber si al pararme mis rodillas funcionarían o habrían quedado soldadas en ángulo para siempre. Entumecido y agotado, se diría que volví al mundo. A la hora estábamos en el andén de Posadas.

Entre cajas de frutas, olores, bolsos y cuerpos, apareció una cara conocida. Supuse que no era el espejismo de estar extenuado, porque lo escuché gritarme desde una de las puertas.

—¿Vos venías acá?— le pregunté estúpidamente, como si no tuviera las pruebas a la vista.

—Sí, claro. Qué lástima que no te vi antes; yo tenía un lugar de sobra al lado mío.

Le devolví una cara de descreimiento que lo lanzó a completar el relato.

—Sí, puse mi bolso al lado y les dije que ya se subía mi tía enferma de Corrientes, que por favor dejaran libre el lugar.

—¿Y te creyeron?

—No sé, yo me dormí sobre el bolso y acá me desperté. Che, y vos, ¿qué número de asiento tenías…?  

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