Era la
obra en construcción de aquella casa que iba a ser gigante, sin dudas. Hacía
mucho tiempo que venía construyéndose. Ahora me resulta evidente que los
propietarios debían haberse quedado sin plata y postergaban su terminación,
como suele pasar en estos tiempos; los vaivenes económicos dejan casas por la
mitad en todos los barrios.
Nosotros
aprovechábamos para el cotejo esas tres plantas en desnivel que cubrían la
esquina, entre dos calles que estaban a distintas alturas. El arquitecto debió
ser un capo, realmente, para lidiar con esos ambientes todos comunicados con
escaleras o rampas. Más que una casa, parecía el esqueleto de un sanatorio,
cosa improbable en ese barrio.
Entrábamos
por un costado, donde el alambrado moría en un portón improvisado de dos chapas
unidas por un alambre que no ejercía ninguna dificultad para nuestras ansias de
combate. Nos distribuíamos las zonas por sorteo. Había piezas apenas revocadas
y lugares a los que les faltaba el cielorraso o directamente el techo, ideal
para disparar trepados a columnas y vigas con los hierros retorcidos y
herrumbrados por las continuas lluvias repentinas de esos veranos asfixiantes.
Allí
adentro estaba fresco. El cemento húmedo y la cal removida junto a montículos
de arena eran un oasis para cuando la tarde caliente empezaba a despedirse
hacia la noche.
Yo llevaba una pistola tipo 45 en un bolsillo, y atravesada en el pecho una ametralladora Thompson de las que portaba Vic Morrow. Las dos cosas me harían falta: nunca se sabía. Lucho era muy hábil a la hora de esconderse y estaba en el equipo contrario. Si bien no valían las ráfagas, estaba permitido apuntar con la Thompson y disparar como si de pronto fuera también un fusil Mauser, de acuerdo a las series de televisión que veíamos siempre. Eso ya se había charlado de antemano. Igual, había entredichos todavía acerca de algunas cuestiones mínimas en el reglamento. Cada vez que el combate terminaba, se producían largas peleas —verbales y no tanto— acerca de quién había visto a quién y en qué circunstancias, y si era posible acertar un balazo a la cabeza desde veinte o cuarenta metros. Lucho, como siempre, resultaba no sólo un disparador infalible —para su propio juicio inapelable—, sino que poseía además una vista de águila para observar quién era y dónde se ocultaba para después gritar esa muerte a toda voz y eliminarlo de la lista enemiga. Esa prepotencia suya tan caprichosa dejaba muchas veces casi desierto el asunto. Había compañeros que no aceptaban esa actitud autoritaria y ganadora sin rebelarse un poco. Otros eran asaltados por el hambre o las ganas de andar en carting y dejar de gastarse la voz cuando ya terminaba el día y se podía cambiar de entretenimiento. Pero Lucho insistía y se solía hacer lo que él ordenaba, aunque algunos quedaran afuera: “Ya habrá tiempo de desquites para los traidores”.
Es así
que la cosa venía trabada esa tarde. Las bajas se repartían por igual. Se acercaba
la noche y las víctimas se dividían. Yo había encontrado un lugar tan cómodo y
tan efectivo en una especie de buhardilla llena de ladrillos o pilas de
baldosas, que daba muerte a diestra y siniestra y nadie me podía encontrar.
Escuchaban mi grito pero era evidente que no lo podían rastrear para buscarme.
Quedábamos pocos, y, por supuesto, Lucho estaba vivo. ¿Quién lo mataría? ¿Yo?
¿Se dejaría matar, por una vez? Era cuestión de descubrirlo in fraganti y darle
a quemarropa. Tenía que ser evidente porque si no te la peleaba, argumentando
la imposibilidad de morir con cualquier excusa retorcida y prepotente.
Espié
por una grieta y lo vi pasar a la habitación contigua a la cocina, dos pisos abajo.
Se metió después en lo que era un palier de paso. Adiviné que se treparía a un
andamio para poder subir sin usar la escalera, donde sería mi blanco fácil.
Pero yo tenía otra ventana a disposición y desde allí le podría dar de lleno
apenas se subiera a las maderas. Esta vez no había escapatoria. Temblé de
nervios. Me moví con parsimonia de gato, levantando exageradamente las rodillas
para amortiguar cualquier ruido. Me eché la Thompson hacia atrás y empuñe la 45
con la mano derecha empapada de sudor. Cuando acomodé la cabeza para enfocarlo,
escuché el grito: “El sereno… el sereno. Entró el sereno… ¡rajemos!”.
Ya
habíamos escuchado hablar del sereno.
En un momento circuló por la barra la versión
no confirmada de que un sereno montaba guardia de noche en la obra, con el fin
de que no les robasen algunas herramientas de construcción y los pocos
ladrillos que quedaban. La anécdota además estaba teñida de otra presunción que
tampoco nadie había confirmado. Decía que ese tal señor sabía de nuestra
existencia y de los daños que estábamos ocasionando con la intrusión, y que nos
tenía preparada una emboscada a plena luz cuando seguramente menos lo
esperáramos.
El día
había llegado, parecía. No le habíamos dado demasiado crédito al cuento, y ya
casi lo habíamos olvidado. Pero él no.
Escuché
cómo todo se fue haciendo silencio; los gritos borrados de pronto, ningún disparo.
Después se propagaron desde abajo y subieron con clara reverberación una serie
de ruidos que bien podían ser los del sereno, corriendo cosas para venir hacia
arriba, hacia mí. También podían ser mis compañeros escapando de las manos
homicidas del señor. ¿Cómo saberlo? De todas maneras, no había tiempo que
perder, aunque un detalle me llenó de nerviosismo y espanto. No había modo de
huir sin bajar por la escalera donde seguramente me encontraría cara a cara con
el hombre. Otras opciones eran impensables para mí, aunque no para cualquiera
de mis amigos. Se podía trepar y caminar entre las bases del hueco de las
ventanas altas y dar toda una vuelta por afuera hasta quedar de espaldas a la
maldita escalera, y abordar el último tramo por otro agujero, más abajo. Pero
el vértigo, mi fiel enemigo, me impediría cosa semejante. Todos lo sabían; yo
lo sabía. Apenas si podía manejarme en estas alturas resguardadas por paredes,
pero aventuras más osadas me ponían a doler las pantorrillas de sólo pensarlas.
Había una sola posibilidad, y tuve, en esa fracción de minutos, que ponerla en
cuestión.
Allí
abajo, en lo que sería un jardín o un patio futuro, estaba la montaña grande de
arena para la construcción. Qué tan alta, no lo podía calcular desde arriba,
pero amortiguaría, seguramente, la caída de mi cuerpo: tenía que arrojarme. Y
ahora mismo. El señor enfurecido estaba llegando y mi margen era ya tan corto
que corría peligro con dudar y seguir dudando.
Tiré
la Thompson al piso y me subí a la base de la ventana. Cuando al mirar tomé
conciencia del espacio que había hasta abajo, quedé paralizado y casi abandono
la aventura. Pero esto era algo repetido en estos años; el miedo, el dolor de
ese miedo, la cobardía. Alguna vez lo había enfrentado, muerto de pavor. ¿Otra
vez? ¿Otra vez esta falsa y maldita opción de quedar encerrado en una situación
no elegida? ¿Por qué me sucedía esto otra vez? No hacía mucho me habían dejado
solo sobre un techo, con el macabro fin de ponerme a prueba y ver si tenía los
huevos suficientes para bajarme por algún lado. Aquella vez estuve a punto de
gritar para pedir auxilio, pero eso me condenaría para siempre frente a ellos,
frente a todos.
¿Y si
pedía perdón al hombre? Tal vez no fuera tan malo. Seguro no estaría armado,
apenas un palo amenazante o un hierro en la mano sólo para escarmentarnos. Yo
era un chico, y bastante más educado que los demás. Me portaba bien,
generalmente, pero claro, él no lo sabía. Yo era uno más en su lista de mocosos
estúpidos que deberían pagar —y bien caro— por el daño que les infringen a
personas grandes que se matan laburando para tener una casa que estábamos
arruinando con nuestras locuras imbéciles. No sé de dónde vino todo esto que
ahora digo y me viene de golpe, pero sé que dudé otra vez y fue un primer
suspiro agobiante; al segundo suspiro ya estaba en el aire.
Caí de
lleno con los pies sobre la arena y me fui de cara a otro montículo, un poco
más allá. Las rodillas me temblaron por el cimbronazo. Pero lo más sonoro era
el corazón bamboleante en el cuerpo que me hizo levantar como un resorte y salir
disparando hacia las chapas para buscar la salida. Fue todo tan rápido que
hasta yo me asombré de la audacia y de la eficiencia del salto y de la huida.
Lo
había hecho. Como cualquiera. Como todos. Y estaba entero, o al menos eso
parecía. Eso sí; Lucho, por enésima vez y como una coartada pensada y ejecutada
milimétricamente, se salvaba de la muerte. Era injusto.
Quedé
parado en la vereda, mirando para todos lados, y como no veía a nadie, caminé
hasta el medio de la calle, ya dispuesto a volver a casa. Entonces se
escucharon una serie de risas escondidas. Las podía reconocer una a una. Mi
memoria las registraba con claridad por todas las veces que estas burlas se
propiciaban como diversión. De a poco esas risas tomaron caras y fueron
apareciendo bajo el foco recién prendido de la esquina. Después Lucho, desde
las penumbras y con una entrada triunfal, salió diciendo: “No, boludo, no. No
era el sereno. Era Víctor”.
—¿Qué
Victor?—le pregunté, como si no supiera quién era.
—Mi
hermano, boludo. Entró haciéndose el gracioso. Nos cagó a todos…
Allí
Víctor, mayor que todos nosotros y glorioso de victoria, apareció por detrás de
unos matorrales y enarboló un mugriento piloto de lluvia, mostrándolo a todos,
desternillado de risa y repitiendo: “Soy el sereno… auuuu… auuuu”. Se puso el impermeable sobre la cabeza
tapándose casi todo el cuerpo, y empezó a caminar como un gorila mientras todos
le festejaban la ocurrencia.
La
oscuridad empezó a caer sobre la calle mientras yo todavía temblaba, no sé si
de miedo contenido o de furia o todo junto. Pero sé que Víctor siguió a los
giros con la risa apagada por la tela y con pasitos de baile, todo enfundado
debajo del piloto, hasta llegar al borde mismo de la cuneta verde de musgo, ésa
que siempre había sido la trampa mortal de las ruedas de las bicicletas
nuestras y ajenas. Giró y giró más, como un trompo enloquecido, tentado de la
risa y gritando su diversión, cuando repentinamente perdió estabilidad en medio
del verdín jabonoso y quedó como en el aire unos segundos, antes de despistarse
completamente y caer y golpearse la cabeza apenas descubierta contra el filo
del cordón de un modo que jamás habíamos visto ni escuchado.
Su
hermano Lucho fue el primero en correr hacia él. Después fueron los demás. Yo,
en cambio, no sólo quedé parado donde estaba y como un poste en el mismo lugar donde
había llegado, sino que instantáneamente comencé a reírme. Era una tentación
tan incontenible que me hacía tiritar como si me hubieran arrojado esquirlas de
hielo entre la remera y mi espalda caliente. Lucho me miró con furia desde el
otro lado y, apartando a todos con empujones, se me venía. Entonces reaccioné y
repentinamente me corrí para esquivarlo y di una vuelta y quedé parado justamente
delante de los ojos de Víctor. Grandes y abiertos ojos fijos apuntando hacia el
cielo con una mirada vacía que no tenía nada de alegría ni de furia ni de
inocencia.
Una
mirada para siempre perdida en la noche que caía tibia y mansa sobre las obras
en construcción de las casas de aquellos barrios.

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