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Los gritos


 

Beto le puso Colito, y a veces le decía Coli, o Colita, ya en tono de burla. No sé de dónde vino el apodo; con Beto nunca se sabía.  La casa de Colito estaba justo enfrente a la mía: un rancho típico de ladrillos y chapa, tipo tapera, de los que siempre hay cerca de la costa. No podría decir cuántos vivían ahí adentro, pero me acuerdo que eran muchos.

Una mañana asomé algo temprano a la vereda y lo vi salir hacia la orilla. Con un gesto de mano me invitó a seguirlo. Supongo que era domingo. Éramos amigos pero hasta cierto punto, y no por cortedad nuestra, sino por la influencia decisiva de Beto. Beto era el líquido corrosivo de todo el grupo, un tipo incapaz de negarse a la tentación de la discordia. Y provocaba conflictos con pulso firme y mano maestra, porque finalmente él quedaba fuera, como desentendido, impune mientras nosotros entrábamos en su manipulación como unos burros.  

Caminamos por el medio de la avenida desierta. Recién llegados a la costa entendí que él tenía que trabajar, como solía hacerlo a veces, revisando el espinel. Dudé. Eso significaba subirme a la canoa y quizás ayudarlo a remar hasta casi la mitad del río. Desenganchar los pescados era otro asunto. Me miró, impasible, esperando mi decisión, y mientras tanto alzó el bloque de hormigón con la cadena y lo apoyó en el piso de la canoa. Me decidí guiado por una especie de entusiasmo que me vino de pronto, quizás cuando miraba el destello del agua y la soledad del paisaje sólo para nosotros.



El río no parecía amigable esa mañana. Pese a que empezaba a salir el sol y el día amanecía templado, había un viento inquieto que picaba el agua y movía la canoa más de lo que recordaba de otras salidas con otros amigos. De todos modos, la seguridad de Colito me tranquilizó un poco. Me contaba de cosas de la pesca en ese tono amigable de la complicidad pero yo contestaba a medias, observando el río con desconfianza.

La tarea nos llevó hasta el mediodía. Para ese entonces había olvidado completamente que estaba fuera de casa sin avisar a dónde iba. Ambos teníamos diez años y nos paseábamos por el Paraná como si tal cosa, con una embarcación a remo que pesaba bastante más que los cuerpos de los dos.

Cuando esa aventura estaba terminando, ocurrió lo más extraño.

Más cerca de la orilla, Colito amarró la canoa entre unas piedras, bastante lejos de la costa. Se bajó y comenzó a chapotear por el barro ñaú, con el agua un poco por debajo de las rodillas. Parado sobre las tablas y con un remo en la mano, yo lo veía enterrarse mientras el agua se teñía de chocolate. Se suponía que debía seguirlo, a pie o en la canoa, pero no me sentía capaz de mover semejante cosa encallada entre las piedras y el lodo espeso. Caminar por ese trecho me llenaba de espanto. Entonces le grité que no, que no iba a bajarme, que podía haber rayas, que amarrara más cerca. Se dio vuelta y sonrió, con cara de pícaro, con esos dientes negruzcos como su pelo chuzo. Volví a gritarle pero esta vez en tono de orden, lo que sonó más bien como mi propio terror impostado. Me acordaba de mi cuñado y su cicatriz de picadura de raya en el tobillo izquierdo. Le grité otra vez, ahora insultándolo, y se me vino la imagen de Beto a la cabeza. A él no le haría esta canallada. Colito se está burlando de mí, de mi miedo. A Beto le hubiera hecho caso al primer grito.

No sé si volvió por esa última puteada, por fastidio o por mi desesperación ya tan evidente, pero se acercó a la canoa dispuesto a ayudarme, luchando con los pies enterrados en el barro. Todo lo hacía con extrema naturalidad, y eso me provocaba más fastidio. Cuando lo tuve cerca, sin mediar palabra le estampé la mano derecha en la cara, brutalmente. Fue una cachetada tan seca que se quedó estático, tieso. No sé por qué la imagen de Beto se me aparecía una y otra vez. Colito no dijo una palabra y tampoco su cara vaciló en llanto o en nada parecido. Se le notó, eso sí, la decepción. Y allí mismo, repentinamente y como un bobalicón, rompí a llorar invadido de arrepentimiento. Era algo imparable que me convulsionaba el cuerpo entero, mientras él tiraba de la soga y la canoa se acercaba a la arenilla de la costa. Lo abracé de pronto y le pedí perdón, aunque mis palabras envueltas en lágrimas casi no se entendían. “Está bien, está bien”, oí que decía. Sentía, abrazado a su cuerpo rechoncho, el olor a rancia transpiración mezclada con el tufo del pescado y su remera rota pegada al cuero cobrizo, y todo eso me provocaba más y más tristeza. Le seguí pidiendo perdón durante varias cuadras mientras me secaba las lágrimas con la manga de la remera. Con la otra mano lo ayudaba a llevar en un balde algunas mojarras sobrantes para la carnada. Yo no entendía qué me había pasado, y trataba de explicárselo, pero Colito sólo sonreía y alzaba los hombros, como si las cosas se explicaran solas en ese gesto despreocupado.

Faltaba menos de una cuadra cuando apareció Beto, como de la nada. Se puso justo delante de los dos, cerrándonos el paso.

—¿Qué hacen?— preguntó, con cierta sorna.

—Nada— dijo Colito, desganado.

—¿Y eso?

—Pescado.

Beto me miró y levantó el mentón.

—¿Y a vos qué te pasa, maricón?—. Se le dibujó una sonrisa socarrona.

—¿Eh? ¿qué? No. El viento en los ojos— dije, como si fuera posible que a semejante especie se le escapara el nivel de torpeza de mi voz y de mis palabras.

Beto se agachó y miró los baldes como si no viera más que aire allí adentro. Se dio vuelta como para irse, pero como un latigazo giró y metió una violenta patada a mi balde. Los pescados se desparramaron por el piso mientras él gritaba y se reía como un poseído:

—Tapuja… tapujaaaaaa…

Colito reaccionó rápido y agarró de a una las mojarras envueltas en tierra. Algunos pescados todavía saltaban en la tina más grande, sumergidos en el agua.

Yo había quedado tan sorprendido de la acción que no podía con nada, pero sobre todo me costaba lidiar con mi cuerpo enmudecido.

—Pará. Pará, boludo—dijo Colito en una voz tan pálida que parecía susurrada para él solo, mientras metía las últimas mojarras en el agua.

Entonces no sé, no sé de dónde llegó ese impulso. Agarré el bichero de atrapar, lo saqué rápido de la caja de madera y cuando Beto todavía estaba distraído y riéndose a carcajadas, abrazando a Colito en esa acción de molestar bien de las suyas, le puse la punta del fierro en el cuello y le hablé, en voz baja pero clara.

—¿Qué te pasa a vos, pelotudo? —. Después lo repetí todo, esta vez más firme, más lento, más decidido. A Colito se le subieron las cejas, gesto que jamás había visto en su cara de piedra. Beto se rio, pero era una risa tirante. Sus ojos de asombro se clavaron en los míos.

—¿Qué? Una joda, nada más. Pará, vos, que te voy a meter ese pincho en el culo…

—¿Ah, sí? ¿Y si te lo clavo ahora mismo, sorete? Siempre el mismo pija. ¿No ves que venimos de laburar?

Todo esto me salió de corrido, con una voz dura y de odio que yo no conocía; una voz que imponía, supongo, ser tomada muy en serio.

El tipo me seguía mirando fijo, rígido, y entonces sentí su miedo por primera vez. Mi mano traspirada se aferraba al mango del bichero como si me hubiera colgado del pasamanos de un tren en movimiento. Resoplaba, mientras lo seguía insultando. Tanto, que no oía lo que Colito me decía. En un momento sentí vagamente que me gritaba, pero yo no podía escuchar. Cuando paré de hablar y apreté más la punta sobre ese cuello, se oyó: “Tu mamá, tu mamá te llama…”

—¡Alfredo, Alfredo!—. Efectivamente, era la voz de mi mamá. — ¿qué hacés ahí? Vení a comer, ¿no ves la hora que es?

Mi madre estaba parada debajo del árbol de la vereda, y desde allí no veía el peligro de la situación. Giré la cabeza sin decir palabra, pero no lograba sacar el fierro sobre la piel tirante de Beto. Él miró de reojo la punta, y dijo:

—Soltá. Soltá que te llaman…

—¡Alfredo!— gritó mamá y de pronto entró a casa, como descartando que yo haría lo que me había ordenado. Seguí parado allí, exhausto, confundido y pensando qué hacer.

       ¿Pondría fin a la demora de ir a comer? ¿Eso haría? ¿Hacer lo que siempre se espera que haga en la justa medida de las cosas? Porque seguro que papá estaría hablando de la hora de la comida y de mi tardanza. De que después me mandaría a comprar cigarrillos y “espero que vaya y vuelva sin demorarse tanto en lo de Beto. Aunque Beto es su amigo. Porque acá, en este lugar de mierda, es bueno que Alfredo tenga un amigo de verdad”. Algo así había dicho en la cena de ayer.

 Todo esto y otras cosas sucias de órdenes y aplazamientos eran un devenir que se amontonaba, y que no podía dilucidar, mientras Colito me miraba atónito y Beto amenazaba con tomar el gancho y hacer lo que había dicho pero no; yo no podía permitirlo. No podía claudicar ahora.

“¡Alfredo, Alfredo!”, gritaban, pero ya no distinguía quiénes.

¿Es la hora de ir comer o es la hora de hundir este hierro en el centro mismo de la discordia? Llamalo, llamalo y que venga de una vez. Tiene que aprender a obedecer estará diciendo papá. O “soltá” que te llaman, o los dos o los tres gritando justo cuando Colito me grita y nos grita y al darme vuelta él me saca rápidamente el fierro de la mano y veo que lo alza. Lo agarra de una manera que me asusta y Beto que parece que llora como un maricón y no es por el viento en la cara porque ahora también grita y se seca las lágrimas con la manga de la remera mientras mamá aparece otra vez en la vereda justo debajo del árbol; justo cuando las mojarras saltan y saltan tanto que se salen del balde y se desparraman por la tierra caliente del mediodía.     

      

  

   

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