Jugábamos al fútbol en la calle. Era un ritual de
todas las tardes, y estábamos entusiasmados por el poco tránsito de la recién
asfaltada avenida Roca. Los autos nos pedían permiso para pasar y pisaban las
remeras sudadas que hacían de postes de los arcos. Entonces lo vimos venir,
como otra imagen repetida que ya no sorprendía a nadie.
Rubio venía zigzagueando y por momentos chapoteaba en
el agua verdosa de la cuneta con sus zapatos destrozados, manteniéndose
milagrosamente en pie. Su grito demencial
parecía un grito de guerra:
—Mamáaaaa… mamáaaaa…
Era una voz ronca, grave y gastada, que resonaba en el
barrio como si un profeta vociferara el apocalipsis. El tan personal mamá no
era otra cosa que un piropo y no un llamado improbable a su madre, porque él
les decía así a todas las mujeres, chicas y grandes, que pasaban a su lado. A
veces recurría a cierta lascivia en sus gestos, pero nadie daba mayor
importancia a su actitud porque todos o casi todos atribuían ese personaje al
alcohol y no al que les hablaba. Eso era así porque cada vez y cada tarde lo
veíamos tan diferente cuando caminaba hacia el boliche de la otra cuadra.
La persona que pasaba de ida era un señor sereno y
circunspecto del que nadie sabía una palabra. Los argumentos que se tejían,
como siempre en los barrios, eran variados y disímiles. Que era o había sido
médico. Que había tenido una familia que después lo abandonó. Que la tragedia
de la muerte prematura de un hijo lo había arrojado a los brazos del vino —en
realidad era caña lo que tomaba en el boliche— y muchas otras cosas, a cada
semana más apócrifas o sensacionales. Ni siquiera sabíamos dónde estaba su
casa, o más bien nadie quería saber, porque ahora, ahora mismo era tiempo de
jugar con él, de divertirse, y para esa distracción tan placentera era
importante no acercarse a los inconvenientes de la verdad.
—Rubio, decile algo a Mercedes, que ahí va para la
despensa.
—Mamáaa… mamitaaaaa…
Esta incitación a su grito descolocado lo podía hacer
cualquier adulto de la patota o los más gurises como yo; podía ser alguno de
los apostados que miraban el partido o cualquiera, por turno, parando la pelota
o directamente el cotejo, porque burlarse de Rubio era una actividad que
merecía atención, detenía el mundo.
—Escuchá, escuchá ¿Así que te comiste a la gordita
Isabel la otra noche allá en el monte? Contá, contá la verdad— le mintió
exageradamente Nito, hablándole de muy cerca a los cachetes rojos de borrachín
de Rubio. Entonces él escudriñó el aire
por entre la nube alcohólica de sus ojos celestes, se detuvo en las palabras
como si hubiera chocado contra una montaña de tierra, y largó una perorata
inconexa servida para la carcajada colectiva.
A todo esto, el pobre tipo seguía caminando a los
tumbos, y no faltaba quien le pusiera alguna trampa para hacerlo caer o para arrojarle
alguna cosa; daba lo mismo. Esa crueldad para la diversión era un rasgo que se
propiciaba y alentaba en la comunidad del barrio; un código de afirmación como
se estila en las pruebas de pertenencia a una secta. La escalada tomaba, a
menudo, matices peligrosos. Como cuando una noche, a expensas de Juancho, desatamos
los alambres de sujeción de una altísima antena de aquellos vecinos amargos que
no devolvían la pelota, sólo para ver caer la columna al rato y desde la
esquina, apostados distraídamente tomando tereré, como si fuéramos ángeles
protegidos por la noche.
Alguna vez, volviendo a casa cerca de la hora de la
cena, me había topado con el cuerpo de Rubio durmiendo la borrachera en el
cordón, mientras el agua asquerosa de la zanja le empapaba la ropa y lo
convertía en un despatarrado trapo de rejilla. Después, en algún momento de la
madrugada, desaparecía sigilosamente; él se habría levantado y vuelto, tal vez,
al misterio del hogar.
Así fue durante un tiempo largo como la distancia de este
recuerdo, hasta una tarde de las mismas o no tanto, si pensamos en lo ocurrido.
Rubio pasó raudo hacia el bar de siempre, el de don
Cosme, a la vuelta de la escuela y por sobre la ochava de tierra. Nosotros seguimos
jugando y ya se acercaba la oscuridad temprana del invierno cuando vimos que
regresaba, aunque esta vez nos paramos sobre el asfalto pero no para hablarle y
empezar con las burlas, sino para dar crédito a nuestros ojos. No sólo caminaba recto y sigiloso, también la
gomina dura seguía intacta disciplinando sus pelos. Tenía la ropa limpia, y
hasta se podría decir que se había dado un buen baño durante la primera hora de
la tarde.
Pero todo eso no era lo que más sorprendía. Lo que nos
dejó mudos es que de su brazo izquierdo venía enlazada una mujer joven con un
vestido sencillo y un pañuelo de colores envuelto como una cofia en la cabeza. Ella
caminaba al paso de él, lento y no raudo como siempre de ida, mientras le
hablaba cosas que no podíamos oír. A medida que se acercaban, la mujer nos
dirigía la mirada con recelo, como esperando algo. Así fue durante el primer
trayecto hasta que Rubio levantó los ojos del piso y nos miró, justo cuando se
colocaba delante de nuestra línea recta de observación. Entonces se detuvo tan
de golpe que ella trastabilló y debió volver unos pasos para retomar el brazo
de su acompañante.
—Gustavo. Gustavo ¿no?— dijo Rubio, mirándolo a Nito
como si examinara un insecto extraño bajo un microscopio. Nito ladeó la cabeza
y después nos miró a nosotros, desencajado.
—¿Qué?
—Vos sos Gustavo—volvió Rubio con esa voz de él, pero
ahora cargada de control y de curiosidad—. Yo estuve en tu parto. Bah, el de tu
mamá, cuando naciste.
Nito lo miraba fijo y parecía ver por primera vez a
ese hombre al que había cargado mil veces y propiciado las más salvajes
herejías. Nosotros nos quedamos en un silencio que de a poco se iba
desvaneciendo en incomodidad, en zapatos que arrastraban la tierra, en
nerviosas mordidas de lengua.
—Yo era médico del hospital en aquel entonces. Y tu
mamá, bueno… tu mamá una chiquilina— dijo
Rubio con la voz firme y la mano alcohólica temblorosa—. Yo la convencí, la
convencí porque te iba a regalar, estaba desesperada. Mirá vos che, Gustavo. El
hijo de mi vecina. Estás grande…
La mujer del pañuelo lo miró y con delicadeza le
tironeó el brazo izquierdo dándole a entender que era tiempo de retomar la
marcha. Para esto, nosotros estábamos como asistiendo a un funeral. No había
palabra que nos saliera y no le perdíamos gesto a Rubio, que arqueaba las cejas
mientras lo miraba a Nito a los ojos y marcaba con la cabeza arriba y abajo el
asombro de reconocerlo.
Se estaban yendo los dos, agarrados y lentos, cuando
de Nito se escuchó el vozarrón de guerra, como una imitación de su interlocutor
para toda la platea:
—Mamáaaa… mamitaaaaaa…
Nosotros empezamos unas carcajadas tímidas, nerviosas,
que se cortaron pronto. Rubio se dio vuelta y nos miró con los ojos más grandes
que le habíamos visto. Esos treinta metros que nos separaban de él podían
parecer cuadras o kilómetros si había que pensar en aquel borracho tirado en la
cuneta. Pero ahora, ahora sus ojos saltones nos decían cosas, y parecían estar
tan cerca que casi los podíamos tocar con los dedos.
Rubio mostró una sonrisa tierna en la cara; una risita
de perdón, de misericordia, casi de picardía. Entonces levantó el brazo
derecho, a modo de saludo, mientras escuchamos que la mujer le decía, un poco
nerviosa:
—Vamos, papá. Vamos de una vez…

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