La idea
creo que fue de mi primo Cristian. Ahora se me mezclan un poco las cosas. Pero
recuerdo en cambio con claridad cuando empecé a hacer los dibujos sobre la
cartulina blanca. Los modelos los saqué de la revista Corsa, que traía las
fotos de los autos y entonces podía ver la forma de las trompas y las
calcomanías de cada uno. La de Marlboro, roja y blanca como sigue siendo ahora,
para los Mc. Laren. O la de John Player Special, de un negro lustroso igual que
los tubos de cigarrillos que se compraban en Paraguay por dos mangos, y que le
correspondía a Lotus. Los Tyrrel, en cambio, eran azules. La revista traía,
además, la lista con los nombres de los pilotos y el dibujo –llamado trazado-
de cada pista donde se corría el campeonato. Así, por ejemplo, el GP de
Sudáfrica; el de Interlagos en Brasil, con sus cientos de curvas; el de Mónaco,
entre calles de un país que mi tío decía que era un principado y para mí era
como si me hablara de una ciudad sumergida.
El
sistema consistía en dibujar el modelo del auto en una cartulina blanca del
tamaño de la caja de un casette (me acuerdo que tomé ese patrón como medida).
Recortaba la trompa imitando la forma tal cual la había visto en las fotos de
la revista, y así quedaban los frentes similares a escala. El Brabham blanco de
Reutemann, por ejemplo –el BT 44– era redondeado en el frente, semicircular. En
cambio el carenado o carrocería de los McLaren era distinto, con dos
aleroncitos a los costados y el número grandote al medio. Con ese corría
Fittipaldi, el brasileño que los de la Corsa decían que era el mejor piloto del
mundo. Por eso me esmeré y lo pinté con un marcador Sylvapen recién comprado.
En el
lugar del asiento dibujaba el casco y el vidrio ínfimo que se veía desde
arriba, y allí empezaba a tener vida el piloto, siempre nervioso antes de
partir y de cuyas pruebas de clasificación hablaban los locutores a través de
mi transmisión en vivo.
Una vez
terminadas las cartulinas, las recortaba y montaba sobre un cartón más duro.
Luego debía esperar a que secara el pegamento y dar vuelta una solapa del
extremo trasero del auto/dibujo, lo que representaba el alerón propiamente
dicho. Para rematar, les pasaba en la cara inferior una fina película de
plasticola que, al secarse, le daba a los coches el brillo del barniz y les
permitía deslizarse como una patinadora rusa sobre el hielo.
El
campeonato se presentaba duro ese año. Las carreras se cumplían de un modo
irregular porque a veces el circuito se armaba sobre el piso de cemento del
patio, algo rugoso para el tipo de neumáticos que usaban mis pilotos. En otras
circunstancias, cuando se largaba a llover los fines de semana de invierno, las
carreras se hacían en el living que mi mamá y mi hermana enceraban sin
excepción los sábados a la mañana. Allí el circuito no podía trazarse con tiza
por razones obvias, por lo que había que marcarlo con rastis —aquellos
ladrillos plásticos de encastre—, y eso dificultaba la acción de empujarlos y
hacerlos maniobrar. Pero en cambio corrían a mayor velocidad, y eso aumentaba
la frecuencia de los accidentes.
Un
domingo, mis autos corrían en el patio la quinta fecha y los primeros puestos
se peleaban en cada vuelta. Era una competencia sin tregua y hasta un piloto
inventado por mí –Oscar Boger– quería ganar en esa tarde helada de agosto.
Cuando
apareció la cabeza del Beto Elizalde sobre el tapial, hice como si no lo
hubiera visto. Yo sabía que para él –con apenas 11 años–, este era un juego de
maricones. Para colmo de males, llegó acompañado por Julio y por Nito, dos de
sus laderos de confianza, verdaderos títeres funcionales que representaban una
extensión más cruel de la ironía y la burla punzante de Beto, lo que ya era
mucho decir. Iban a ser tres dosis fuertes y me preparé para la humillación.
Puse la transmisión en off, —la carrera se transmitía por radio— aunque la
seguía dentro de mi cabeza, y tuve, como era de esperar, un ataque abrupto de
vergüenza.
Empezaron
las risitas cómplices y los chistes, a los que trataba, sin éxito, de ignorar.
Mi mano extendía los autos con el automatismo torpe de quien ya no cree en su
propio juego. No podía pensar más que en los comentarios y chistes de los tres
intrusos agazapados en el umbral de mi propia casa. Sus descalificaciones, sus
burlas cruzadas y por turno mejorando cada vez el disparo daban en el blanco de
mi furia. Mientras, como si llevara puesta una armadura, yo trataba de no
darles el gusto de estallar.
Así fue
que empezaron los accidentes.
Primero
derrapó contra el guard-rail el Tyrell azul de Patrick Depailler, que lo llevó
a boxes dejándolo fuera de competencia. Los coches se apelotonaban en las
curvas, reduciendo la capacidad de maniobra de los pilotos. Se producían roces,
trompos, despistes, quejas de las escuderías. Un banderillero resultó
lesionado. Algunos autos se llegaron a montar sobre las ruedas de los próximos.
Otros se atascaban en el cemento por el desgaste de la película de plasticola
que exigía renovación inmediata; era evidente que mi mano estaba apretando
demasiado los autos contra el piso.
Mientras
tanto, mi relato mudo y los comentarios ajenos hacían todo el cuadro más
insoportable. Un globo de ira me insuflaba aire caliente a las sienes y los
locutores no daban debida cuenta de la situación al público. La temperatura
subía y la situación pedía tregua, pero el cuaderno sin tapas con las
estadísticas del torneo esperaba ser rellenado con los datos. ¿Por qué había
que parar la carrera o suspenderla? ¿No era esta una situación real, una
contingencia a resolver aunque sea a pedradas, por más que se cortara
momentáneamente la transmisión? ¿Por qué el noble deporte —el arte— debía
someterse a la realidad estúpida de tres sujetos que habían tenido el mal gusto
de haber nacido imbéciles y, además de males, vivir cerca de mi casa y de mi
pista?
El resto
fue más caos. Quedaron unos pocos autos sobre el trazado y la peor parte se la
llevó Ronnie Peterson, un joven piloto sueco que, tras mi infeliz maniobra fue
a parar entre las azaleas del jardín, para después impactar sobre un tacho
herrumbrado repleto de agua de lluvia. Dejé las cosas como estaban y corrí
adentro, envuelto en furia y frustración.
Mi
hermano me vio pasar por la cocina como un auto despistado, y me chistó.
Tragando lágrimas, me encerré en el baño un buen rato hasta que pude decir
algunas palabras sin pucherear. Lo peor había pasado. Jugaría otro día, más
tranquilo. Adentro tal vez.
El
comentario de papá un rato más tarde me resultó raro. Él no era de comentar
cosas sobre la Fórmula 1, pero le llamó la atención la magnitud absurda de la
tragedia. Peterson era un piloto preparado —aunque novato—, una gran promesa,
según decían en el noticiero mientras repetían, una y otra vez, las imágenes
del accidente. Después los planteos y las conjeturas ¿Qué había pasado? Eso lo
había preguntado un comentarista, indignado. Una muerte más en la Fórmula 1.
Otra catástrofe en las pistas de un deporte estúpido, morboso, que coquetea con
la muerte y mueve millones de dólares.
Papá
agregó: “Un entretenimiento absurdo y chiflado para gente que no tiene otra
cosa que hacer. Cosa de descerebrados”.
—¿Un
juego de maricones? —pregunté, y me levanté de la mesa sin esperar la
respuesta.

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