Llegamos de noche. Había
una luz potente que iluminaba todo. Tanto, que unos cuantos sapos cenaban bajo
el fogonazo blanco. El rugido era
intimidante, y supongo que por eso me aferré fuerte a la mano de papá. Él me decía
cosas, me daba aliento. Mis hermanos y mamá venían detrás, pero yo nos los oía.
En los pocos metros avanzados, sólo di vuelta la cabeza un par de veces creo
que para sentirme más acompañado y menos chiquito.
De pronto tropezamos con
unas tablas horizontales muy movedizas, y ahí entré en pánico total y me detuve
en seco. A tal punto se notó mi terror, que papá me alzó y me apretó fuerte
contra su cuerpo. Además del estruendo, las tablas hacían ruido también y eso
me producía más miedo. Por un minuto alcancé
a ver el vacío por entre las rendijas de las maderas, y temblé. Yo no sabía que
eso era el vértigo y mucho menos algo que después, ahora, se llama acrofobia, y
que se parecía un poco a mis desventuras en algún ascensor o balcón de Buenos
Aires, aunque ni se acercaba a este pánico general que me hacía zambullir la
cabeza en el cuello de papá.
Así, en la noche clara y
ruidosa, recorrimos el muelle de los pescadores. Estábamos en San Clemente del
Tuyú, y yo acababa de conocer el mar.

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