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El bicho


         Se levanta de golpe, sobresaltada.  Mira el rincón con repugnancia y sale del dormitorio con la espalda apretada sobre una de las paredes.

Ese bicho.

Busca a su padre en la habitación contigua, en medio de la penumbra. Se para al lado de su cama, y lo increpa:

—Papá. Matá a ese bicho…

Tomás aparta la sábana que le cubre la mitad de la cara y procura entender, sumergido en la niebla del sueño. Dice algo entre dientes mientras se calza las pantuflas. Siente los ojos de lechuza de su hija clavados en cada uno sus movimientos.

Otra vez el bicho. Estoy harto.

—El bicho, papá— repite Teresa como una letanía y con esa voz que viene vaya a saber de dónde. Entonces Tomás decide hacer otra jugada.

Toma el escurridor de pisos apoyado en la pared del lavadero.

Con su hija pisándole los talones, traspasa el umbral de la puerta del living y en otros diez pasos entra al dormitorio de ella.

—¿Dónde está..?

—Ahí en el rincón. Que no se escape…




Descalza, con los brazos sobre los pechos y como aterida (aunque es una noche de pleno verano), Teresa es una estatua parlante.

Tomás comienza a dar golpes sobre los zócalos. Primero sobre un rincón, después un poco más a la izquierda, después sube unos centímetros hacia el techo.  Así baja hasta las patas de la mesa de luz y busca la sorpresa, en una situación ridícula; un hombre en calzoncillos, con un escurridor de pisos, pegándole al piso mudo, al disparate, a la nada misma. 

Después de una seguidilla de palazos destemplados, elige un espacio cualquiera y asesta un último golpe con toda la fuerza del sueño interrumpido. Esta vez el palo tiembla y la goma negra desprendida vuela y se precipita como un pájaro degollado.

Entonces Teresa distingue que un bulto amorfo, amarillo y ahora delicuescente se retuerce con espasmos sobre las baldosas, mientras se ahoga en un charco espeso de una bilis oscura. Las patas quebradas del bicho apuntan al techo, mientras la cabeza todavía caliente golpea de a pulsos insistentes la puerta, con topetazos de reacción nerviosa.

Y después, apenas después, silencio.

—Gracias—pronuncia una voz pálida, cansada.

Teresa se alisa el camisón, gira sobre sus pies, se acomoda de costado en la cama y abraza la almohada.

Cuando Tomás suspiró y entrecerró los ojos, dos minutos después de apoyar su cuerpo en las sábanas, ella dormía plácida, como la dulce hija de cada mañana.     

 

  

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