Miré el
reloj del celular y eran exactamente la 1.30. Dormía hacía casi una hora y me
despertaron la sed y una tormenta feroz que azotaba la ventanilla, además de
iluminar el colectivo entero con refucilos. Bajé al piso inferior y por suerte
encontré una botella de agua fresca. Cuando volví a mi asiento empecé a
escuchar los cuchicheos. Al rato ya eran conversaciones airadas que surgían
desde el fondo. Traté de dormir otra vez, pero me volvieron a distraer los
comentarios ahora más claros: el colectivo se estaba “inundando” allá atrás y
los pasajeros empezaron a levantarse tratando no sólo de no mojarse el cuerpo,
sino de salvar sus ropas y carteras de esa agua que venía desde el techo e
invadía las bodegas altas. Pasaron tres o cuatro personas y fueron directo a
hablar con el guarda. Yo no alcanzaba a descifrar lo que decían, pero
rescatando alguna frase alcancé a entender que reclamaban alguna solución a la
llovedera del fondo. Cuando el guarda subió y pasó varias veces como en tren de
salvataje, comenzaron a sumarse más damnificados y la cosa empezó a tomar color
de ridícula tragedia. Es que ya entraba agua por todos lados y afuera seguía
diluviando. Una chica de la fila de asientos de enfrente se levantó y se quedó
parada como en colectivo de línea. En un momento le pregunté por qué no buscaba
un escalón de abajo para sentarse, a lo que respondió, casi divertida:
—El
guarda pasó tantas veces que mojó todo con los zapatos. No hay dónde sentarse.
Y sigue entrando lluvia…
Miré el
pisó y ahora el agua se deslizaba como un arroyo que nacía desde el fondo y se
encaminaba hacia el baño de abajo. Como venía sentado del lado de la banquina,
por mi ventanilla no entraba agua, como tampoco salpicaba a los de mi lado:
llovía y soplaba viento del lado opuesto.
El pobre guarda,
un jovencito petiso con voz aguda y acento cantarín misionero, ya no sabía
dónde ir ni qué hacer. Escuché que ofrecía parar en una estación de servicio y
comunicarse con alguien de la empresa para tomar una decisión. Yo, entre el
desvelo y la sorpresa, no imaginaba qué se podría hacer con semejante lluvia a
las 2 y media de la madrugada en Paso de los Libres.
A los
veinte minutos la dichosa estación apareció y bajaron los mojados casi a la
carrera, como si el colectivo se hundiera en el océano. La lluvia había dado,
momentáneamente, una tregua.
Estuvimos
casi una hora parados allí. Una cordobesa muy locuaz sentada enfrente de mi
asiento —y que no se había mojado de casualidad—, nos iba relatando los
intentos. No sé cómo hacía para escuchar desde adentro; quizás alguien le
hablaba al celular desde afuera. Al rato, subió un chofer con una toalla en la
mano y dijo, sonriente:
—Bueno,
ahora que ya nos pusimos de acuerdo, arrancamos—. Y empezó a secar asientos con la bendita
toalla como si tuviera en la mano un placebo insuperable. Al instante, un pibe
de barbita y musculosa (supongo que la otra ropa se le habría empapado) se paró
al frente y empezó el discurso.
Nos pedía
perdón (sobre todo a los que no nos habíamos mojado) por parar el viaje. Y
anunciaba que un supervisor les había ofrecido, en una comunicación por
celular, trapos de piso (sic) y una eventual devolución de “parte” del dinero
del pasaje, siempre y cuando hicieran las denuncias correspondientes. Esto
había surgido de una asamblea, allá abajo, donde por momentos lloviznaba. Eso
era todo lo que se había logrado en la deliberación y en los llamados nocturnos
a supervisores y gerentes lejanos. Pero lo mejor lo dejó para el final.
—Ah, y
además les cuento que vamos sin guarda— dijo el de barbita. —El chico renunció
hace un minuto. Agarró sus cosas y se quedó en la estación de servicio. Dice
que esto no es la primera vez que pasa. Y que ya está harto…
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