Las manos de Gaby no son chicas ni
grandes. Son exactas. Lleva las uñas cortas por oficio: tanto tratar el cuero
tiñendo, cortando, pegando, sería un muestrario de mugre permanente difícil de
erradicar.
Ella elogia siempre las mías, y de paso
analiza las líneas. Me dice que hay una, larga, que atraviesa casi
perpendicular mi mano derecha y que simboliza la vida. Yo no entiendo de líneas
en las manos. Lo único que noto son unos surcos muy cruzados y desparejos. Tal
vez tenga razón y sean como mi vida misma.
Gaby tuvo una hija que murió una tarde
en un hospital de la ciudad por una leucemia fulminante. Todavía no había
dejado la teta materna. Se llamaba Ludmila.
Y la otra, ya adolescente, se le fue
un día por un encono que todavía no comprende demasiado. A veces se la cruza
por la misma calle y la ve seguir de largo sin desviar siquiera la mirada. Se
llama Lucía.
Una tarde, mientras Gaby trabaja el
cuero, le acerco un mate y observo, cerca del pulgar y hasta la muñeca, una
cicatriz bien demarcada. Le pregunto. Me dice que fue en la infancia y con un
alambre de púa. Le tomo la mano y miro bien. Es un L perfecta. Antes que diga
algo, se anticipa:
—Ludmila y Lucía.

Comentarios
Publicar un comentario