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Caballos y motores


“Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto”.

                                                                                                       Alejandra Pizarnik

                                              (El espejo de la melancolía), en La Condesa Sangrienta.

 

Allá voy con mi cartón cuadrado, tablero de un juego de mesa que no recuerdo. Loco caballo motor subo por las piedras que dejó la constructora del asfalto en la orilla del río. Llevo el mojarrero y las miñocas en la lata y cuando amanece, potro descarriado se acompasa y camina buscando la costa, dos cuadras después de la esquina. Paso por lo del viejo aquel del auto Unión, preparado como para competir en fórmula uno contra Mario Andretti. Es el padre de Aldana, la gordita. El viejo de lentes que me regaló vaya a saber por qué un volante de Citroën que coloqué en el patio de tierra, como lo tenía en mi primera casa. Lo torcí inclinándolo hacia mí y abajo clavé unos palos cortos para el embrague y el freno. De acelerador, un alambre grueso medio suelto y flotante que volvía como un resorte.

Desde ahí, auto desmedido era colectivo. Era micro doble camello que cruzaba balsas y atravesaba tierra y ripio; bamboleo por las rutas ásperas de Corrientes y Entre Ríos. Naufragio de polvareda de más de veintidós horas —si no llovía— para ver a mis abuelos.

Íbamos con papá y mamá. Rumbeábamos hacia la nostalgia bonaerense, aunque la nostalgia a los ocho años es apenas una tarde con olor a buñuelos hechos en Ciudadela con las manos mágicas de Luisa, la madre de mi madre.

Micro loco desvariando frenético cruza la noche desde el patio, haciendo los cambios con otro palo largo y grueso, a la derecha, pero el cartón que lleva ahora por la diagonal no tiene más que unos dibujos trazados con marcador grueso donde aparecen el reloj y los espejos a los costados. Adentro y como en un libro, aprovechando esa articulación a modo de bisagra y por donde se dobla el tablero, están los carteles bien prolijos con los recorridos escritos en lápiz azul: Pirá Pytá / 1 / Hospital, y todos los demás números y recorridos.

Es que caballo vigoroso, escapando como El zorro sobre los techos, cabalgaba más tarde hasta el parque donde paraban todas las líneas y memorizaba uno a uno los carteles trasparentes. Cambiando de jinete, haciendo ruido de motor y cuando no lo veían —él creía que no lo veían— subía por Mutinelli y llegaba hasta Sargento Cabral, y allá en el parque veía relucir en un éxtasis todos los Mercedes estacionados. Entonces rugiente regresaba con los datos para recorrer su ciudad imaginaria. Llegaba al aeroparque, conocía por fin los cuarteles del ejército —que estaban muy, muy lejos—, Santa Rita, Yohasá. 

Gurí pistones agitados tenía en ese tablero, del lado izquierdo, un espejito pegado con cinta scotch a modo de retrovisor, regalo de Nacho, el de enfrente. El que tocaba la guitarra como nadie sin haber estudiado. El que pedía que lo despertara de mañana bien temprano con el riff muy afinado y chillante de “Doblando la curva”, igual a la guitarra de John Fogerty. Entonces caballo belfo humeante amanecido corría hasta la persiana y arremetía, agudo, y escuchaba del otro lado: “Bueno, gracias. Muy bien”. Capaz que después me llevaría en canoa por el río porque tenía los brazos fuertes de tanto remo y yo lo miraba con admiración. Andá a tener esos brazos para llevar esa madera celeste ahuecada que se mueve tan lisa y blanda en el agua marrón. Y si no era él, remaba Neneco, el hermano menor que era más rubio y más bravo, pero sabía enseñar a encarnar y se reía a carcajadas del niño torpe que enganchaba cangrejos y revoleaba espantado la caña.

 


Colectivo loco sale lagrimeando más de una vez porque no es joda ser porteño en esta calle. Tener la “ye” pegada a la lengua y poca costumbre de matorrales con víboras o sapos. Aunque el motor impetuoso arremete de a ratos en el yuyerío alto pegado al Aguapé y se va con Ricardo —que es conocedor— y allí arman una trampa con lata y piolín para cazar apereás. Se van lentos hacia la siesta del trompo cucarro que baila torcido en la tierra removida.

En la entrada de los Noguera se arma el círculo y el griterío para jugar a esos locos giradores de madera. Entonces motor agudo va después despacio y por encargo de madre hasta el almacén de doña Paca, casi en la pendiente, y mientras tanto puede probar el trompo tirado al revés con cuerda nueva. Y entonces sale el chicotazo, con el gesto agregado de la subidita en la mano y el movimiento preciso del índice y el mayor en relampagueante tijera.

Todo eso, siempre que el motor no se apagara para almorzar, o que el Winco no sonara desde adentro. Porque mi hermano había conseguido “Banda en fuga”, de Wings, y eso podía parar el motor en seco. O los Carpenters, y hasta “Amada amante”, de Roberto Carlos, que el Boncu de la otra cuadra la quería sacar en la guitarra pero medio que no le salía. Neneco lo ayudaba y caballo caminante a esa altura ya escuchaba para adentro. Eso siempre hizo. Hacer un esfuerzo como de paladar y garganta y cerrar los oídos hasta dejar de oír lo de afuera. Entonces, ahí en esa caja interna, se oía el bajo de “Getting better”, las guitarras pulseadas de Harrison y Lennon; era como tener unos parlantes metidos en el cráneo. Porque el motor podía estar a toda vela, pero igual se escuchaba clarito el bombo, los platillos, la banda entera como sonó una tarde desde los parlantes en lo de Isabelita, la morocha de apellido inglés que andaba con mi hermano.

 Hacia la tarde queda solitario el motor que anda y anda y para por fin a la noche, cuando mueren las chicharras y se oye el piano de papá que toca “Niebla de Riachuelo”. Hay también un olor dulzón en el living. Ese living donde se detiene el motor que pistonea y ahora pasan como relámpagos los carteles azules de los Mercedes.

Se divisa un horizonte de piedras en la orilla, esas que dejó la empresa Enríquez cuando hizo el asfalto y que el agua mansamente fue haciendo arena.

Hay un Aguapé vacío de ruido cuando voy más tarde zigzagueando por entre los chivatos hasta Mutinelli con mi motor ahora leve, casi mudo, alejándome de la canchita.

Me hace doblar un capricho de tierra y de ripio, y entonces tengo que torcer el volante del Citroën y resulta que llego a la zona del Hospital y más allá. Allá donde no lo veo a Neneco ni a Nacho con su guitarra o sus remos.

El cartón cuadrado quedó una tarde sobre un techo en construcción, y cuando bajé era tarde, más tarde que esta noche. Era una embopa escondida sin sentido ni cuenta. Había algunos amigos como el Pato o Capitán Orejas armando un carting a rulemanes. Pero motor transido no podía ya manejar porque había aparecido el miedo, quizás como voluntad del tiempo.

El piano canta ahora lejos de papá para empezar mi carrera de unas bajadas a pique y motores extraños. La ruta dura más que una doblada de curva y ya ni siquiera es una canción; es algo más escurridizo. Algo que suena como motor a la distancia. Cartón tablero que me lleva a saber lo que no sabía ni hubiera querido saber.

Siento entonces un olor de buñuelos. De golpe algo me llama y pego la vuelta, decidido, hacia la calle. Y es la calle en pendiente donde mi hijo espera y sonríe y me hace señas con un cartón marrón; rugiendo y rugiendo potrillo loco motorizado en la tarde.

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