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Mostrando entradas de enero, 2025

La distancia

Yo la veía así por esa negación a acercarme, por ese miedo de siempre. Era la imposibilidad de romper esa distancia la que la mantenía en ese lugar impune y trasparente. Marina me había sugerido eso, y de paso me contaba algunas otras cosas de ella para animarme, pero sonaba irreal. Porque todo lo que decía cuando la describía era como si una foto se largara a hablar. Esa foto que yo tenía adentro de la carpeta y que sacaba mil veces por mañana, entre fórmula y fórmula, entre logaritmos y cálculos.   Después llegaba el tiempo largo que significaba tres meses de vacaciones en Buenos Aires. Yo la llevaba por ahí, camino a Luján a las cuatro de la mañana, mientras puntual Ariel Delgado de radio Colonia contaba las noticias porteñas de asesinatos y emboscadas. Era la voz de una conciencia oscura, una presencia invisible que yo imaginaba bajo una tenue luz de lámpara que hablaba como una aparición frente al micrófono. Los años duros. Mi tío había operado a varios guerriller...

Vértigos

Llegamos de noche. Había una luz potente que iluminaba todo. Tanto, que unos cuantos sapos cenaban bajo el fogonazo blanco.  El rugido era intimidante, y supongo que por eso me aferré fuerte a la mano de papá. Él me decía cosas, me daba aliento. Mis hermanos y mamá venían detrás, pero yo nos los oía. En los pocos metros avanzados, sólo di vuelta la cabeza un par de veces creo que para sentirme más acompañado y menos chiquito. De pronto tropezamos con unas tablas horizontales muy movedizas, y ahí entré en pánico total y me detuve en seco. A tal punto se notó mi terror, que papá me alzó y me apretó fuerte contra su cuerpo. Además del estruendo, las tablas hacían ruido también y eso me producía más miedo.   Por un minuto alcancé a ver el vacío por entre las rendijas de las maderas, y temblé. Yo no sabía que eso era el vértigo y mucho menos algo que después, ahora, se llama acrofobia, y que se parecía un poco a mis desventuras en algún ascensor o balcón de Buenos Aires, aunque n...

La tía enferma

Porque yo era estudiante. Y porque el tren, los trenes, me habían salvado los bolsillos flacos de esos años. Eran sus últimos estertores; ya se veía venir. El asunto es que “El Gran Capitán” pasaba por Concordia a eso de las 3 de la mañana y yo esperaba allí con un boleto en la mano. 23 de diciembre. El padre de mi amigo me bancaba en el andén, aunque varias veces le había insistido que se fuera a dormir. Yo sacaba cada tanto el boleto del bolsillo y lo miraba como si algo se me fuera a revelar de pronto en el papel. Como a las 4 y media, cuando mi cansancio se hacía bostezos y las piernas me querían abandonar, escuchamos el rugido. Del fondo del ojo de la noche aparecía un tren, el tan ansiado y león de metal que me acercaría a los deseos de familia allá en Posadas, 600 kilómetros al norte. Pero lo que vimos acercarse no era precisamente el tren que conocíamos. Era, más bien, el cuadro andante y portentoso de la Argentina aquella; ésa que aparecía a cada espasmo de la pesadill...

Un día en las carreras

La idea creo que fue de mi primo Cristian. Ahora se me mezclan un poco las cosas. Pero recuerdo en cambio con claridad cuando empecé a hacer los dibujos sobre la cartulina blanca. Los modelos los saqué de la revista Corsa, que traía las fotos de los autos y entonces podía ver la forma de las trompas y las calcomanías de cada uno. La de Marlboro, roja y blanca como sigue siendo ahora, para los Mc. Laren. O la de John Player Special, de un negro lustroso igual que los tubos de cigarrillos que se compraban en Paraguay por dos mangos, y que le correspondía a Lotus. Los Tyrrel, en cambio, eran azules. La revista traía, además, la lista con los nombres de los pilotos y el dibujo –llamado trazado- de cada pista donde se corría el campeonato. Así, por ejemplo, el GP de Sudáfrica; el de Interlagos en Brasil, con sus cientos de curvas; el de Mónaco, entre calles de un país que mi tío decía que era un principado y para mí era como si me hablara de una ciudad sumergida. El sistema consistía en...

Guerrero de Don Juan

  De vez en cuando el Ruso viene. Tiene todavía los pelos apelmazados y lisos, además de esos gestos de picardía y concentración que le conocimos. Me trae la noticia de su último experimento en materia de audio, y yo lo miro con desesperación porque no hacía ni tres días que había terminado el anterior —que tampoco alcancé a ver— y que ya desarmó para hacer éste que supera en potencia al otro, amén de la resolución de problemas de impedancia y del uso de unos capacitores nuevos que mejoran el rendimiento general. Lo veo trabajando con vehemencia en el galpón de vialidad donde hicimos la carroza. Protestando contra los que rompían las hojas de sierra “porque no saben cortar”, mientras él rebanaba los fierros sin dudar y sin perder una sola hoja. Estamos después en su casa y escuchamos a los Bee Gees o Supertramp o Porsuigieco. Nunca se queda quieto porque su equipo tiene siempre algo que él quiere mover, regular. Después prueba la intensidad de salida y la nobleza de los par...

¿Estás ahí?

  No era sábado ni domingo. Era jueves. Me acuerdo perfectamente. Vos, que decís que tengo mala memoria, esto te demuestra que no. Escuchá, escuchá bien. Yo ya estaba acostado, un rato más tarde de esa serie que terminaba temprano, justo después de la cena. Serían las once y algo de la noche, pleno invierno. Hacía bastante frío, por lo que me costó un rato largo entrar en calor. Empecé a sentir ese regocijo blando del cuerpo cuando se acomoda a la temperatura y a la posición adecuada, y la cabeza comienza a divagar en todas direcciones. Entonces entró el mensaje. No era un hecho raro que nos mandáramos algunos piropos o enlaces de canciones. O comentarios generales, recuerdos tontos, esas cosas. Pero esto era insólito: “Podés venir, si querés. Mi marido no está...”. Lo leí tres veces, como buscando algún error, o del texto o de mi lectura. Mi respuesta fue una broma, como para desestimar lo que había visto, quitarle entidad, pero insistió: —En serio, ¿no te animás..? —Son c...

Los gritos

  Beto le puso Colito, y a veces le decía Coli, o Colita, ya en tono de burla. No sé de dónde vino el apodo; con Beto nunca se sabía.   La casa de Colito estaba justo enfrente a la mía: un rancho típico de ladrillos y chapa, tipo tapera, de los que siempre hay cerca de la costa. No podría decir cuántos vivían ahí adentro, pero me acuerdo que eran muchos. Una mañana asomé algo temprano a la vereda y lo vi salir hacia la orilla. Con un gesto de mano me invitó a seguirlo. Supongo que era domingo. Éramos amigos pero hasta cierto punto, y no por cortedad nuestra, sino por la influencia decisiva de Beto. Beto era el líquido corrosivo de todo el grupo, un tipo incapaz de negarse a la tentación de la discordia. Y provocaba conflictos con pulso firme y mano maestra, porque finalmente él quedaba fuera, como desentendido, impune mientras nosotros entrábamos en su manipulación como unos burros.   Caminamos por el medio de la avenida desierta. Recién llegados a la costa entend...

Rubio

Jugábamos al fútbol en la calle. Era un ritual de todas las tardes, y estábamos entusiasmados por el poco tránsito de la recién asfaltada avenida Roca. Los autos nos pedían permiso para pasar y pisaban las remeras sudadas que hacían de postes de los arcos. Entonces lo vimos venir, como otra imagen repetida que ya no sorprendía a nadie. Rubio venía zigzagueando y por momentos chapoteaba en el agua verdosa de la cuneta con sus zapatos destrozados, manteniéndose milagrosamente en pie.   Su grito demencial parecía un grito de guerra: —Mamáaaaa… mamáaaaa… Era una voz ronca, grave y gastada, que resonaba en el barrio como si un profeta vociferara el apocalipsis. El tan personal mamá no era otra cosa que un piropo y no un llamado improbable a su madre, porque él les decía así a todas las mujeres, chicas y grandes, que pasaban a su lado. A veces recurría a cierta lascivia en sus gestos, pero nadie daba mayor importancia a su actitud porque todos o casi todos atribuían ese personaje...